De entre todos los placeres,
me doy a los de estas señoras
de cuerpos embarnecidos,
de peinados como cascos
hechos con laca y cepillo,
sin tintes ni cortes en capas.
Escogería aquellos placeres
de señoras con collar de perlas,
de sastres pasados de moda,
de chales y enaguas de seda.
Daría la vida por los churros,
por todas las confituras,
por la miel de la provincia
que no le teme a las sombras.
De toda posible historia, escogería las suyas
de paisajes improbables
y volar sobre dragones.
Yo escogería, si pudiera,
esas amigas que se lamen,
que se acarician despacio,
hechas densidad del tiempo:
escogería ese llanto,
dolor del marido muerto,
escape del marido vivo
mentecato e inútil.
Escogería ese duelo
y el salchichón madurado;
me amañaría en la estancia,
en el salón obsoleto,
sentado en sillones de antes
que han durado hasta hoy
a fuerza de puro cuidado:
ya ruina, sí, pero ruina con decoro,
embalsamamiento de casa,
escoba, cera y viruta.
De todos los pueblos posibles,
me iría para Extremadura,
donde ya no vive nadie
excepto unos viejos chalados.
Ninguna historia de rubias
vapuleadas por su fama,
nada de tríos de stars,
nada de fetos parlantes.
Yo ya escogí a estas otras:
a María, a Isa y a Cita.
Quiero ser una de ellas,
señoras de pueblo fantasma,
vidas de ruina y placeres,
de soledades juntadas,
de esperanzas en la nada.
Quisiera abrazarlas cantando
la del novio aceitunero,
quisiera bailar sin talento,
como un temblor de la tierra,
como el destello bravío que llega para llevarnos,
que nos invita a huir de casa,
a ahogarnos en el mar,
a tocarnos despacito,
lamiendo nuestras carnes flojas,
abrazándonos en la muerte
que ya casito nos lleva,
deseándonos en la vida
que ya se nos va a acabar.