sobre una toma en el tarra, hace unos años ya / by Victor Albarracin Llanos

Pensando hoy en lo que ha sido este último año, nada más que la exacerbación de una historia nacional sangrienta y miserable, me quedo viendo las imágenes de lo que está pasando en el Tarra, donde el ejército y sus socios de las disidencias decidieron darse plomo en medio de la celebración del Día del Niño, sembrando el pánico entre cientos de bebés, porque ni a niños llegaban. Me quedo divagando, entonces, sobre eso de lo que tanto se habla estos días: el perdón.

Pero pienso en el perdón al revés, no en el perdón del pueblo para sus victimarios que, sabemos, ni les va ni les viene, como les es indiferente a las hienas el perdón del ternerito cazado, sino en ese otro perdón, el único necesario: el perdón de los verdugos a sus víctimas. Y es que no nos perdonan; no nos perdona el presidente, no nos perdonan los ministros, no nos perdona el general Zapateiro ni nos perdonan Gentil Duarte, ni Guacho, ni los Úsuga, ni Vicky Dávila, ni Alex Char. Somos imperdonables para Luis Carlos Sarmiento Angulo y para Jose Félix Lafaurie y nadie nos desprecia más que su ingeniosa esposa y sus cuatro hijos que no solo heredarán media Colombia sino también el odio que sus padres y su selecto círculo social les han inculcado por todo aquel que no se doblegue ante ellos. No nos perdona tampoco la nieta de Guillermo Leon Valencia y, su santo patrón, Álvaro Uribe Velez, nos odia tanto que no solo nos hace morir de hambre y de tristeza sino que coordinó a todos los demás odiadores para mandarnos matar, para descuartizarnos y para desaparecer a los más empobrecidos de entre nosotros arrebatándoles, de paso, el derecho a ser recordados como seres humanos. Su odio es tal que en su cabeza solo podemos ser pensados como una cifra creciente de cadáveres sin nombre y sin restos.

¿Por qué nos odian? ¿Por qué no somos dignos de su perdón? Se supone que lo que se perdona es la ofensa y, me pregunto, entonces, cómo es que nuestra incapacidad histórica de ofenderlos con contundencia los ha ofendido tanto. Cómo es que un pueblo llevado al hambre, despojado, desplazado y privado de casi todos esos derechos por los que, se supone, debemos ser considerados ‘humanos’ los ha ofendido sin agravio, al punto de merecer la saña, la crueldad y el desprecio que ni siquiera nos regalan sino que debemos pagarles a diario y con intereses.

¿Cuál es la deuda? ¿Qué es eso que, tras siglos de sacrificio, aún no les hemos pagado?

En el fondo pienso que el perdón solo se da entre iguales, porque el perdón, a diferencia de la absolución, no se da por decreto del poderoso. Y si algo no somos es iguales a ellos, eso está claro. ¿Debemos acaso igualarnos? ¿Debemos darles cicuta a los hijos recién nacidos de la clase dirigente? ¿Debemos quemar sus mansiones y condominios campestres con ellos encerrados? ¿Debemos optar por darles la misma crueldad, esa única cosa que nos dan sin tacañería? ¿Es acaso el no mostrarles a ellos que también son humanos, frágiles y simples mortales y no dioses, como creen ser, la razón de su odio atávico? ¿Es ese odio la forma que estructura un ruego de fragilidad? No lo sé, pero sé que no les daremos esa muerte del modo en que ellos nos la dan. Aunque nos lo están pidiendo, no los enterraremos ni los atormentaremos en vida, no les quitaremos nada ni les haremos daño. Nunca lo hemos hecho y, tal vez por eso, no somos dignos de respeto, pues, el respeto entre los de su clase parece solo nacer del terror.

¿Cómo vamos a negociar el perdón que merecemos y que nos es siempre negado? ¿Quién puede interceder por nosotros? Parecería que su castigo último, a falta de poder perdonarnos, será perpetuarse por siempre, solos, sin esa servidumbre a la que, con odio, diezmaron. ¿Y nosotros? Tal vez solo nos quede replegarnos de nuevo, tal vez solo podamos ya pensar en el quilombo, en el palenque, en el villorio perdido donde nos tendremos que afilar los dientes y las uñas terrosas, desesperados, para que por lo menos tengan miedo de ir a cazarnos con sus propias manos cuando ya todos sus sicarios se hayan matado entre sí después de habernos matado a todos los demás.

La tristeza de este país no tiene nombre y solo nos queda un intento para intentar no sucumbir. Yo les digo aquí, desde mi pequeñez, que ni los perdono ni me olvido, porque solo mirándolos a los ojos, llenos de rabia, podremos hacer que nos pidan perdón y, al fin, podamos así abrazarnos. Solo una acción masiva, un maremoto de desclasados, podrá hacerlos considerar, al menos como farsa que los resguarde de la tragedia, decir ‘lo siento’. A los nadies, a los pobres, a quienes hemos sido forzados al fracaso eterno, a la pérdida y al dolor les digo: vamos a aplastarlos en las urnas, sin que muera nadie, a ver si así se caen del Olimpo ubérrimo para empezar a untarse las manos de tierra en lugar de más sangre.